jueves, 4 de febrero de 2010

Adiós, amigo, adiós


Un animal se marcha con más dignidad y entereza que muchas personas. Una postal escrita por un hombre muerto espera a que los vivos se fijen en aquel sobre arrugado y extraño que el azar se encargó de extraviar. La cinta del pelo, de una muchacha que quiso jugar a ser mujer, descansa a merced del salitre de un mar de ensoñaciones frustradas. Las llamaradas arden en la chimenea de un hogar que jamás podrá ser calentado. Un muro de piedra permanece desnudo de pintadas, y listo para ser derruido. El tiempo pasa demasiado deprisa para quien, por fin, ha decido qué hacer con su vida. Una bandada de pájaros interrumpe las confesiones y secretos de quienes están condenados a romper el fuerte vínculo que les une. Alguien descubre que los aviones de su juventud estaban demasiado lejos, cuando un estruendo le obliga a alzar los ojos y mirar el cielo. La pérfida imaginación de un escritor teje una trama que solo conduce a un callejón sin salida. Nadie será recordado, porque el olvido es el juez más justo. Un espejo quebrado devuelve la imagen distorsionada de quien se disfrazó durante demasiado tiempo. El rocío inunda los sentidos de un vagabundo que vive sólo por instinto. Quién elige el grado de importancia de las cosas. El muro cae, porque es lo que hacen las cosas: caer, para volver a ser levantadas. Una miríada de cosas por hacer se convierte en la única regla de las vidas de quienes se atrevieron a soñar. La carta cae del sobre veinte años después de ser escrita, y la nieta, de quien escribió la misiva, llora, al amparo de la luz de un portátil; y no llora por ella, sino por todos nosotros.