viernes, 4 de febrero de 2011

Lluvia


En aquella calle empedrada mi corazón se partió en dos mitades de algo que un día fue mayor que la suma de las partes. No recuerdo por qué no pude llorar entonces. Ella, sí pudo. Mucho. Lloró por los dos. ¿Qué le hizo tanto daño? Me imagino que hice o dije algo que no debía. ¿Cómo se llamaba? Sólo puedo recordar el olor de su pelo mojado y el tacto frío de su faz enrojecida. Llovía, sí; a mares. Nunca había visto llover de  aquella manera. ¿Qué nos dijimos? Recuerdo que era incapaz de pensar con claridad, ni tampoco podía dejar de temblar. Ella hablaba, y yo no podía entender ni una palabra de lo que me decía. Algo no funcionaba dentro de mi cabeza. Por eso, me limitaba a asentir, como un idiota, mientras rezaba porque las lágrimas dejaran de brotar de sus ojos y su voz se volviese inteligible. ¿Qué había tomado esa noche? Deseé con todas mis fuerzas proclamar a los cuatro vientos que la amaba de una forma casi enfermiza. Que ella lo era todo. TODO. Absolutamente todo. Pero no dije nada, y callé. Sólo pude alejarme de lo que me dañaba. Como un animal herido, busqué refugio en un mundo nocturno; un mundo que me acogió sin remilgos y me tentó con besos químicos y sexo desesperado. Así, acabó una historia de amor que apenas recuerdo hoy en día. Del mismo modo, empezó otra, muy distinta, que versaba de culpa, primero, y de redención, después.