miércoles, 2 de noviembre de 2011

El árbol de la vida, de Terrence Malick


Un viaje espiritual


Cada nueva película dirigida por Terrence Malick acaba por resultar una experiencia vital en sí misma, irrepetible, donde aquellos que se dejen llevar y no opongan resistencia al viaje que les proponen el director americano podrán alcanzar una especie de velada cercanía al concepto de Dios. Pero no del Dios que nos venden las religiones, sino un ser todopoderoso que está más allá de la razón: La Madre Naturaleza.

Para Malick el milagro está en la creación en sí misma del universo, y la consecuencia directa de la evolución de las especies: el ser humano, paradigma de la razón y arquetipo inclasificable de mártir penitente; condenado a dañar a su progenitora, tanto o más que a sí mismo.

Aquellos que no cultiven la paciencia y consideren que su tiempo es demasiado precioso para perderlo, que desistan y no compren la entrada; los demás, hacedlo sin dudarlo.

Malick no sólo pretende empaparnos de nuestra propia transcendencia, sino que nos exige un esfuerzo como espectadores. Pues es necesario que los sentidos estén a flor de piel y lo irracional prime sobre las argucias técnicas y la vacuidad que demasiado a menudo nos ofrece el séptimo arte.

“El árbol de la vida” nos narra una historia cotidiana –y no por ello, menos compleja y dolorosa- como es la muerte de un hermano y un hijo –vista desde distintos puntos de vista y con el añadido poético de las voces de los protagonistas escuchadas en Off- mientras el director inunda nuestros sentidos y mentes con un sinfín de sensaciones etéreas que nos hacen empatizar con los protagonistas y escarbar, al mismo tiempo, en nuestras propias experiencias vitales.

La añoranza y la memoria se tornan vehículos indispensables en este film.

Malick nos muestra el dolor, la frustración, el amor, el sacrificio, el tránsito a la madurez y la sin razón aparente de la muerte y de la vida –dos caras de una misma moneda- mediante una coreografía audiovisual atípica, donde la cámara adquiere vitalidad y participa con los actores y los elementos que los rodean sin dejarse notar.

En esta película el movimiento y las texturas adquieren casi una cualidad orgánica. Casi puede olerse el agua que mana de una manguera o percibir el sol de una mañana estival, gracias a la planificación técnica de esta obra de arte.

Malick nos ofrece una concatenación de composiciones en movimiento de una belleza indescriptible, potenciadas por una acertadísima banda sonora y un descaro que otros directores no podrían –o no les dejarían- permitirse.

“El árbol de la vida” nos brinda un poco de esperanza en estos tiempos donde –de forma justificada- se tiende a la desesperanza. La vida puede ser insoportablemente dolorosa, sí, pero también hermosa.

Pero por muy talentoso que sea el director, si no cuenta con un plantel de actores que estén a la altura, la película no funciona. Por eso, también es necesario destacar al magistral reparto de la misma.